Naturaleza amaestrada

A unos 1400 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires  se encuentra la Provincia de Misiones, una pequeña cola trazada a la fuerza al nordeste del  país que se abre paso entre Uruguay y Paraguay para llegar a Brasil. En ese remoto punto del continente, casi como el resultado de una gran explosión que resulta de la unión de dos grandes potencias, surge una de las majestuosas maravillas naturales del mundo, Las Cataratas de Iguazú.

Ya he recorrido varias regiones apartadas de Latinoamérica y he caminado por sus difíciles caminos y hermosos paisajes, así que no podía esperar menos de uno de los destinos turísticos de aventura más famosos del continente.  Esperaba  encontrarme con esas largas caminatas a través de pasajes a medio construir que como recompensa terminan en paisajes que  quitan el aliento.

Pero esa naturaleza salvaje e indomable que, parecía no existir más que en mi imaginación, se fue desvaneciendo conforme me acercaba a las cataratas. Desde el mismo momento que llegué a la ciudad de Iguazú supe que esa aventura en la mitad de la selva no era más que uno de esos cuentos que les echan a los gringos para que se aventuren por estas tierras agrestes e inexploradas, pero siempre desde la comodidad de sus asientos.

Esos caminos de trocha y de selva espesa con los que esperaba encontrarme se transformaron en amplias vías adoquinadas que me llevaban casi de la mano desde la entrada del parque hasta las enormes cascadas. Sólo había tiempo para detenerse en uno de los restaurantes o tiendas de regalos que se podían encontrar a lado y lado del camino. Parte de la aventura era ver a los monos que, parecían haberse acomodado bastante bien a este nuevo ambiente,  acercarse tímidamente para pedir algo de comer o se lo robaban a algún turista desprevenido.

Entre los caminos de adoquín y los puentes de metal que rodeaban el parque se asomó por unos minutos el Rio Iguazú y a lo lejos, como queriéndose esconderse de los turistas, pude ver algo de las cascadas. Era tal la cantidad de agua que se movía a través del rio , que sólo alcance a percibir la espuma que caía. A medida que me acercaba a las cataratas podía escuchar el estruendo del agua golpeando contra las rocas cada vez más fuerte, hasta que al final del camino, detrás de los arboles, pude ver una gran cortina de agua que se extendía hasta donde llegaban mis ojos. Se precipitaba con una velocidad impresionante, reventando contra el agua y las piedras, dando cuenta de su poder y majestuosidad.

Esa naturaleza amaestrada con la que me había encontrado contrastaba con lo imponente de las cascadas, unas caídas de agua que no necesitaban del circo que se les había montado  para que los residentes del Sheraton, que no quedaba a más de unos pocos metros de allí, pudieran vivir la aventura de sus vidas.

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