Rock al Parque día 1: La gran mancha blanca

Por: Camilo Casallas

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Desde las décadas de 1980 y 1990 el pastor, locutor de radio y escritor, Bob Larsen, ha tratado y discutido las temáticas del satanismo en el rock. Este tratamiento no se ha dado desde una perspectiva totalmente desinteresada y objetiva, como un medio liberal y aburrido de hoy en día lo podría hacer. Se trata de un ataque frontal al rock. Sus apariciones televisivas se parecen más a exorcismos o evangelizaciones, que a los programas de entrevistas de nuestro tiempo (que estarían más en la línea de “Charlas con Pacheco”, o de los programas de Jay Leno o David Letterman). Por supuesto, en los programas de Bob Larsen todo es sobreactuado. Y no sólo por parte del mismo Bob Larsen.

En el video de Larsen con la banda de Death Metal Acheron, uno de sus integrantes tiene un clériman por debajo de una camisa negra. Cuando Bob Larsen se acerca a saludarlo el tipo se niega: “No saludamos al enemigo Bob”, le dice con voz gruesa, casi gutural. Cuando Larsen habla lo hace de forma exagerada, subiendo el tono y pronunciando rápidamente, enunciando los actos terroríficos de Acheron, entre los que se cuentan la simulación de una violación a una mujer vestida de monja en un concierto. Todo se vuelve aún más extraño cuando dice que durante la próxima hora recibirá llamadas de satanistas, para que den su opinión. Luego los integrantes de Acheron muestran un libro escrito por Larsen en el que han clavado un cuchillo; el libro también está manchado con sangre falsa. Y así, siguen los ataques entre el pastor y la banda, por medio de objetos simbólicos que demuestran parcialmente los puntos de los dos bandos.

En el video aparecen varios de objetos que son parte del ataque. El libro con el cuchillo, el clériman, ropa negra, crucifijos al revés, etc. De hecho, en algún momento, uno de los integrantes de Acheron confiesa haber quemado un CD de los Beatles, como si esto fuera otro sacrilegio.

Esta controversia entre grupos de metal satánicos y pastores evangélicos se dio siempre con base en objetos que eran puestos como pruebas judiciales de la incompetencia y las creencias falsas del enemigo. Así, el sacerdote católico Corrado Balduci, por ejemplo, fue un abanderado de la búsqueda de mensajes subliminales en discos de rock (y también de la búsqueda de pruebas de la existencia de extraterrestres, sólo para dar un dato curioso). Y la mayor prueba de que Marilyn Manson era satánico era el supuesto ojo de gato que usaba.

Siempre hay, en los libros, vídeos y todo tipo de material producido por estos pastores y sacerdotes, un objeto, una imagen, un sonido, que es la prueba última y fehaciente del satanismo.

Creo que, en principio este debate, que a nosotros ya nos parece trasnochado, tiene un solo atractivo que se basa, precisamente, en estos objetos. Se trata de toda la imaginería que rodea las charlas de Bob Larsen. El libro con el cuchillo y los crucifijos parecen más objetos de utilería en una obra de teatro, que pruebas reales del supuesto satanismo de las bandas entrevistadas. Tanto la banda como el pastor juegan a un teatro bastante entretenido. Un teatro que se nos parece más a los realities de hoy en día que a un juicio por asesinato. Los vídeos parecen escenificaciones casi ridículas, parodias del debate que parecía tan serio y crucial entre el rock y el protestantismo de Estados Unidos desde la década de 1970, hasta mediados de la década de 1990.

Y a esto va un poco el punto. Cuando tenía ocho años podría parecerme que Marilyn Manson era la figura encarnada de Satanás. Ahora, con 23, es un tipo con mucho maquillaje y que da discursos sobre la sociedad norteamericana en documentales de Michael Moore. Sospecho que este cambio no se debe a que ya soy mayor de edad y que, supuestamente, tengo la capacidad de ir un poco más lejos en mis opiniones. Esto no es así. Parece que el rock ha perdido algo. A esto se debe la ridiculez del satanismo en el rock. A que en estos debates ya no vemos objetos reales que hay que defender a toda costa de una mala concepción. Vemos solo ropas y libros cursis que nos divierten.

Qué se podía esperar cuando hay una iglesia cristiana de metal en Bogotá.

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El infierno en la tierra es otra cosa.

En este época que he descrito (la época en la que vivimos), el infierno existe dentro del mundo del rock. Ya no en los debates, o en las figuras vestidas de negro del Black Metal, sino en otro lugar: el concierto.

En 2004 el grupo de rock, Callejeros, daba un concierto en el club Cromañon, en Buenos Aires. El establecimiento estaba hecho para que cupieran 1000 personas. Sin embargo, al concierto asistieron 3000 personas. Parece, de por sí, un escenario infernal. Toda la humanidad aglutinada en un espacio oscuro, con luces tenues.

El error de los administradores del bar fue cerrar las puertas de emergencia. Se trataba de una medida para evitar que algunos de los aficionados se colaran al concierto. El problema fue que alguien decidió que era una buena idea disparar una pistola de bengalas en medio del público. El sitio se incendió y, por supuesto, nadie pudo salir del bar. El resultado fueron 194 muertos.

Un segundo incidente se presentó en Rhode Island, en el bar The Station, en el año 2003. En el bar se presentaba la banda de Glam Metal, Great White. El espectáculo de la banda contenía fuegos pirotécnicos que se activaban a la mitad del concierto. El sitio, también demasiado pequeño, se incendió y murieron 100 personas, incluido el guitarrista de la banda, Ty Longley. La banda accedió a pagar un millón de dólares a las víctimas o a sus familiares para evitar cualquier conflicto legal.

En nuestro festival, Rock al Parque (del que debí hablar hace unos 10 párrafos), la tragedia no está presente. El infierno no ha llegado a nuestro festival. No han existido incendios, ni matanzas. Lo máximo que podríamos decir es que durante estos años sólo se han presentado algunos simulacros de la catástrofe: algunas peleas entre distintas subculturas que no han pasado a mayores, y, quizás la gran mancha blanca que cubrió al festival de forma literal. Durante el día de metal del año 2007 una granizada hizo que se cancelará la jornada. Esta, por supuesto, no es una catástrofe; es, como dije, un simulacro de algo más grande. Yo recuerdo tener los pies congelados y rojos por pisar el suelo congelado. Esto, cómo no, es una imagen ridícula. Un montón de aficionados al rock escapando de la lluvia. No sabíamos que lo que más nos atacaba era la ridiculez de escapar de un festival de rock por la lluvia. Uno podría pensar en el dicho “cuando el infierno se congele”. La verdad acerca de nuestro festival es que poco a poco se congela. Se parece, cada vez menos, al infierno. No estoy pidiendo una catástrofe, por supuesto, pero sí algo del sentimiento de catástrofe que rodeaba al rock.

Me parece que toda la imaginería demoníaca está perfectamente representada en las dos primeras catástrofes que narré (no en la tercera, por supuesto). Ya no se trata de unos objetos que vemos como simples o demasiado falsos. El diablo ya no está en los detalles. Aparece, de forma apocalíptica, en actos de devastación total. El diablo ya no está en las representaciones de la joyería del Black Metal, ni en las pinturas corporales anticuadas de K.I.S.S. Lo que quiero decir es que el diablo ya no es solo una imagen sobre la que se debate si representa algo que existe o no. El diablo es, ahora y para siempre, una figura totalmente real y espectacular que destruye todo a su paso, deja 194 muertos en Buenos Aires y luego 100 muertos más en Rhoad Island.

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