Lo mejor de ponerse una máscara o un disfraz es tener la posibilidad de poder ser otro, así sea por un instante.
Durante mi infancia, una de mis mayores frustraciones fue que en mi colegio no se celebraba Halloween. Durante esos primeros años tuve que ver cómo mis primos, amigos y vecinos se disfrazaban del personaje del año mientras yo tenía que montarme al bus con un uniforme rutinario color verde loro. Según la filosofía de donde estudié, el Halloween es una tradición “gringa” que va en contravía de nuestros valores y tradiciones cristianas pero para mí era mucho más que eso, era ese único momento de poder jugar a ser otro sin restricciones.
El disfraz o la máscara no sólo nos permiten creernos una ilusión, sino que nos dan ese aval para poder hacer lo que se nos antoje, porque por un espacio de tiempo determinado dejamos de ser nosotros y nos metemos en la piel de ese personaje ficticio. Esto, sin embargo, nos permite que esa personificación sea en realidad el reflejo de nuestros sueños más profundos que son revelados bajo la disculpa de la mentira del disfraz. Creamos una ambivalencia donde negamos la verdad de lo que somos o lo que queremos ser con el disfraz pero al mismo tiempo la afirmamos por medio de ese mismo disfraz.
En pocas palabras: el carnaval. Para muchas culturas el carnaval es un momento muy importante de la sociedad y por un período de tiempo las ciudades donde se celebran se detienen por completo para celebrar la vida con todas sus verdades y mentiras. En Bogotá no tenemos carnaval y tal vez por eso es que celebramos el 31 con tantos ánimos, porque por un día y una noche la rutina se ve alterada abruptamente para que unos jueguen a ser otros y otros dejen salir esa personalidad oculta: el enfermo será enfermo, la loca será loca y la PUTA será PUTA.
Durante esa única noche de fiesta que a veces incluso alargamos a un fin de semana entero (y a veces dos si el 31 llega a caer un miércoles) tenemos esa extraña sensación de libertad infantil que perdemos a medida que la sociedad nos va adoctrinando. Logramos por un pequeño instante desatar esas emociones reprimidas y nos ponemos ese disfraz de Blancanieves Puta, Cenicienta Puta, Sombrerero Asesino, Zombie Chupa Sangre, Cheer Leader Zombie Puta o Jugador de Fútbol Americano (que es el más irreal dentro de nuestra sociedad tropical) y salimos a la calle a hacer trancón de taxis y de gente borracha gritando a los demás barrabasadas que no serían capaces de repetir si no tuvieran puesta la ridícula máscara del hombre Lego o el bigote de Mario y Luigi.
Por eso salir a las fiestas de Halloween en Bogotá es mágico, porque es ver cómo una sociedad reprimida por huecos en las calles que los concejales abren cada día más, muertes violentas a manos de niños ricos borrachos, asesinos exparamilitares, alcaldes que se disfrazan todos los días y vías de movilidad urbana insostenibles, sale a la calle a gritarle al mundo que quieren ser otro. No importa qué otro, no importa qué tan precoz, no importa qué tan “perro-a”, no importa qué tan alcohólico, no importa nada, sólo otro que no tenga que vivir la rutina de nuestra Metrópoli lluviosa.
Pero de la misma forma en la que súbitamente se rompen las reglas y se desata toda esa energía reprimida, una vez se termina el carnaval, las emociones se retraen y se vuelven a comprimir en un periodo de expiación de culpas que nos lleva a un período de orden y tranquilidad hasta que llegue de nuevo ese esperado momento de descontrol.
Así que la próxima vez que se vaya a poner ese disfraz de “Miney Mouse Zombie Puta Enferma Mental”… o el de Sacerdote, no lo dude dos veces, póngaselo que con toda seguridad esa noche va a expiar sus penas con la ayuda del único momento de carnaval que puede vivirse en Bogotá sin sentirse culpable (y si no nos cree pregunte en el juzgado 11 Penal).
Imágenes de: Olivia De Berardinis