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De “verdades íntimas”: Máscaras impuestas y promesas de justicia.

Hace ya varios días fui a ver el largometraje danés La Cacería (Jagten) con alguien que teme a los niños más que a nada en el mundo. Como verá todo lector que decida observar el tráiler de la película, en él una niña inventa que su profesor de jardín ha abusado sexualmente de ella. Aquello trae como consecuencia que él sea perseguido injusta y brutalmente por su comunidad. “Son tan impredecibles… ¿Quién podría aceptar esa carga?”, dijo mi compañera al salir de la sala, refiriéndose, no a aquella comunidad en particular, sino a los niños en general. Tal como lo vio mi acompañante, la impredecible mentira de aquella niña se podía asociar con un conjunto de hábitos discursivos comunes en los adultos. En otras palabras, lo que interpreté de aquella obra correspondía, en realidad, con lo que ella a su manera me explicó. Y es que la máscara de una infancia fingida encubre formas de agresión tan potentes como consolidadas en nuestra sociedad globalizada. Y todo ello requiere tal crítica que el tópico se reproduce en centenares de objetos y producciones culturales.

Días después me topé con un diálogo de un autor francés que sostiene que los niños, al igual que las mujeres, han sido investidos de una imagen sexuada que no les corresponde. Dice el texto que aquella sociedad que parece prohibirlo, en realidad lo impone como lo que imagina que es: supone que en él se encuentra la “verdad íntima” y suprema de todo individuo. De eso se sigue que los adultos demos vía a mensajes sobre la sexualidad que, en medio de su imprecisión y falta de sensibilidad, se suelen aceptar como verdaderos.

Es así como aquellas “verdades íntimas”, incorporadas a nuestros hábitos como prohibiciones, comprometen nuestra concepción de lo que es y no legal. Yo las imagino como las debió imaginar mi compañera del cine: con un cuerpo similar al que ocupa buena parte de esta imagen que recientemente reseñó Antonio Caballero. Son materias pesadas, ensimismadas y, sin embargo, volubles; pero ante todo son, como lo hace notar Caballero, contradictorias. Aquellas tensiones son resultados de los semblantes que se oponen porque a la cara, viva y que respira, la máscara infame y estática la oprime, la reprime, le censura los gestos. Asimismo, adultos que creen decir una verdad tan íntima como la que confunde a la pequeña protagonista del largometraje, una “verdad” interna, global, falsa en realidad, silencian individuos cuyas sensibilidades van más allá de su comprensión.

Y es que algo de la prohibición, del encierro, se trastoca, en general, en una cierta idea de necesidad. Entonces quizá debamos decir que la parodia de Caballero de la imagen de nuestro Procurador trata de una “ley del sexo” que muta y se multiplica con cada redistribución mediática en tanto que, desde adentro, su verdadero semblante es tan violento como el acoso del que es víctima el protagonista de La cacería. Pero para que todo ello se resuelva y se efectúe una ruptura de aquella máscara se requiere algo más: una sensibilidad mucho más grande y despiadada.

Hace poco trabajé en un colegio para población vulnerable y no olvido los chistes de doble sentido de uno de nuestros jefes. Recuerdo que el primer día de trabajo le habló en público a una de mis compañeras de sus ‘necesidades’ aludiendo a su sexualidad. Todos rieron aquél día, ella incluida, aunque con una incomodidad mal disimulada. Me pregunté entonces, y ahora me pregunto, por qué nunca me dijo a mi nada ni siquiera parecido. Por ahora sólo quisiera agregar que recuerdo que aquél hombre me pareció repentinamente diminuto en aquella ocasión; pero además también creí ver en ese momento la necesidad de que alguien desenmascarara a aquel ser masculino que, tal vez, solo reproducía la represión, la máscara de un dolor que solo habría de ser expresado en estas páginas. Y ni él sabe cuánto ha valido su ejemplo.

Por: Andrés Manrique

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