Viemos de muito longe

Hace algunos meses conocí  a unos amables brasileros en la terminal de Potosí que, sin saber dónde se encontraban parados decidieron recurrir a un turista como yo, igual o más perdido que ellos, para que los acompañara a recorrer la ciudad. Como es de esperar en un viaje de estadías cortas y movimientos constantes, las amistades que había hecho en el paseo no duraban más de unos pocos días. Sinceramente no pensé que esta fuera la excepción.

Sin embargo, pasando la frontera de Argentina a Brasil, a través de las Cataratas del Iguazú, recibí un mensaje de aquél amigo brasilero que había conocido en Bolivia. En su mensaje me decía que me esperaba en Curitiba para volvernos a ver y mostrarme la ciudad. Decidí tomarme un tiempo y parar en aquella ciudad brasilera de la que poco sabía, pero que me generaba muchas expectativas.

En compañía de mis nuevos amigos brasileros, recorrimos esa peculiar ciudad del interior del país poblada por inmigrantes del norte de Europa y bajas temperaturas, que rompían con esos estereotipos del Brasil de las costas; de mucho baile, desorden y calor. Esta tierra alejada de los mares del Atlántico, de gente tranquila y amante de la cultura me hacía recordar por momentos a mi natal Bogotá.

A unas cinco horas de Curitiba se encuentra la ciudad de Florianápolis; una turística isla del sur de Brasil.  Es común encontrar a uruguayos y argentinos que, queriendo escapar de sus ciudades, llegan allí a pasar sus vacaciones. Emulando a los turistas del Río de la Plata, mis amigos y yo también queríamos un poco de calor. Decidimos salir por unos días de la fría ciudad del interior y pasar las montañas que separan a la capital del estado de Paraná para llegar a las playas del Atlántico.

A Florianápolis la une al continente un enorme puente que con sus luces le da la bienvenida a sus visitantes. Esta ciudad está rodeada por playas, así que por donde uno se encuentre puede disfrutar del mar y del sol, que combinan bastante bien con una caipiriña o con un buen plato de asai.

Fueron tan solo dos noches las que pasé en esta ciudad paradisíaca que, gracias a mis amigos, se convirtieron con certeza en los mejores momentos de mi paseo. Empezando por la inolvidable noche de forro cerca a la playa, en la que el calor del bar y la energía de la música me contagiaron de una magia inexplicable y terminando con los asados frente al mar. Entre surf y farofa terminé por enamorarme de ese país de hijos de portugueses en el que podría pasar  el resto de mi vida.

Leave a Reply