Entre Uyuni y Manaure

Alguna vez alguien me dijo que para qué iba a Uyuni, que si ya había ido a Manaure era más que suficiente. Hoy no puedo dejar de pensar qué carajos me habría querido decir el que me dijo eso. No es por demeritar los encantadores paisajes de nuestro país, pero Uyuni es, en realidad, un lugar fuera de este mundo, lejos de parecerse a cualquier producto de la imaginación de alguno que otro que fue a Villa de Leyva en Semana Santa.

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Para que se hagan una idea del lugar al que no pueden dejar de ir antes de morir,  les diré que el Salar de Uyuni es un pedazo de mar que se secó al quedar suspendido sobre las montañas de los Andes y que, por cosas de la vida, quedó en lo que hoy conocemos como el Estado Plurinacional de Bolivia.

Los que hayan ido a la Guajira  sabrán que la única manera de llegar al Cabo es en burbujas o camionetas modelo 97. En Uyuni sucede lo mismo e incluso parece que algunas fueran traídas directamente desde Maicao. Visto de lejos,  el salar, más que un desierto, parece una gran laguna, similar a esos espejismos que habrán visto en la carretera camino a Uribia cuando hace mucho calor. Con la diferencia  de que, esta vez, el espejismo no desaparece y la camioneta se abre camino a través del agua, mientras se levanta un olor a salmuera.

Cuando uno por fin se baja del carro, la sal se pega por todas partes y se sienten los pedazos cristalizados en los pies como si fueran arena. Pero lo que realmente ahoga las palabras es esa sensación de estar rodeado de sal, mientras lo único visible son las nubes que se reflejan sobre el agua como a través de  un espejo. Entonces no queda otra alternativa que la de sentarse por unos minutos para contemplar el lugar tan alucinante al que uno ha venido a parar.

Ahora sí que no me vengan a decir que ir a Uyuni es como haber estado en Manaure, porque un montón de sal tiene lo suyo, pero  haber estado en un gran desierto salino sí que es una buena historia por contar.

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