Francesca Woodman, un misterio masculino

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Hay algo en la fotografía de Francesca Woodman que atrae y aterroriza.  Hay cuerpos y figuras femeninas borrosas, retorcidas o intervenidas en medio de espacios roídos y abandonados. Cuando se les ve, por momentos  parece que los cuerpos quieren escaparse de ese mundo; en otras ocasiones, esos mismos cuerpos se confunden con cualquier mueble rancio presente. En su trabajo, es evidente la obsesión  por plasmar la capacidad de la feminidad y en especial la suya, de expresarse frente a una cámara. Por eso, el hombre muy rara vez tuvo cabida en su proyecto.

Discutir aquí las implicaciones lingüísticas, filosóficas o artísticas que tiene la obra fotográfica de esta norteamericana, no tiene caso. Sin duda, esa es un labor de  lingüistas, filósofos y artistas mucho más competentes en  el área. Por el momento, me conformo  con mostrarles un poco de su historia. Las fotografías que aquí les dejo y la sensación que me queda después de observarlas pueden ser suficientes para que le echen una mirada a esta obra y saquen sus propias conclusiones.

A veces parece necesaria la muerte de un artista para que su obra sea reconocida. De hecho, la defunción de uno ya famoso dispara el valor de su obra, el interés por su biografía y el morbo por su fallecimiento. Tipos como Van Gogh, Pessoa, Poe o El Greco  no recibieron reconocimiento alguno en vida y ahora son objetos de estudio obligatorio en casi cualquier institución educativa; adquirieron un cierto aire de héroes de la patria y su vida se ha convertido en un mito universal.

Francesca Woodman hace parte de esa cohorte de estandartes culturales y hoy es reconocida como una de las fotógrafas más importantes de la historia. Nació el 3 de abril de 1958 en Denver  y  el 19 de enero  de 1981 se lanzó por la ventana de un edificio de Manhattan. Apenas tenía 22 años cuando se suicidó, pero a pesar de su corta vida, dejó más de 10.000 negativos y 800 ampliaciones de las cuales menos de la mitad han sido publicadas o expuestas.  La primera exposición de su trabajo fue en 1986, cinco años después de que Marian Goldman, artista, profesora y amiga de los padres de Francesca, descubriera el talento en la obra de su hija.

Self-portrait at thirteen
Self-portrait at thirteen

Su interés artístico fue alimentado por sus padres, George y Betty Woodman,  él fotógrafo-pintor y ella escultora-ceramista.  En vez de regalarle muñecas o vestidos, su padre le consiguió una cámara Yashica, cámara que utilizó para la gran mayoría de sus trabajos. Una de las imágenes más tempranas que ya muestran el estilo que seguiría el resto de su carrera fue cuando a los trece años tomó un auto-retrato en el que aparece ella sentada en una vieja banca con el pelo sobre su rostro y en la mano un cable obturador. En esa foto, con tan sólo trece años, estarían resumidas las sensaciones que describí más arriba. En algún momento un compañero suyo del Rhode Island School of Design, (lugar donde empezó sus estudios universitarios) le preguntó por qué hacía tantos auto-retratos y ella respondió ‘por conveniencia, siempre estaré disponible’.

El uso constante del contraluz y las largas exposiciones dotan a su trabajo de un aire misterioso que me inquieta bastante. Es posible que por ser hombre y por la educación cultural que he recibido, este tipo de expresiones me sean un tanto incomprensibles, pero las fotografías de Francesca Woodman me hacen sentir que hay una incógnita constante, inhabilitada para el género masculino y que sólo una mujer podría entender.  Esa oscuridad, esa fluidez, ese deseo de escapar que se siente cuando se ve el cuerpo femenino en su obra es algo que se siente lejano. Sólo una mujer es capaz de sentir, porque evidentemente es una experiencia sensorial, lo que esos cuerpos quieren comunicar y quizás en esa sensación de aversión que siento como hombre se completa el sentido de su obra.

Les dejo aquí una serie de fotos para ver si comparten mis sensaciones.

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