Titicaca

¿Quién no recuerda la primera vez que estuvo frente al mar y experimentó esa sensación de inmensidad que sólo se logra al no poder ver otra cosa que agua a su alrededor? Esa misma sensación que se siente al mirar al horizonte y no poder ver la orilla al otro lado, y tan solo percibir un azul inmenso que se pierde a lo lejos y se confunde con el cielo.

Eso fue lo que sentí la primera vez que vi el Titicaca. Por unos instantes olvidé que me encontraba a más de 3000 metros de altura sobre el nivel del mar, en lo más alto de las montañas de los Andes.  El sol picante del altiplano y el movimiento de las pequeñas olas que rompen frente a la costa me hicieron sentir en cualquiera de las playas tropicales del Caribe. Pero, así como llegó el calor, desapareció y fue entonces cuando el viento frío de la sierra llegó para recordarme en dónde estaba.

Me embarqué en pequeños botes, que distan mucho de los grandes veleros del Atlántico, para conocer cada uno de los puertos del gran lago. Después de recorrer por varios minutos ese mar de agua dulce, finalmente pude observar unas pequeñas islas con vegetación de páramo que rompen con el paisaje costero. La Isla de la Luna y la Isla del Sol son dos pequeños montes hundidos por el agua en los que aún hoy viven grupos indígenas que, como los Incas antes de la llegada de los españoles, siguen utilizando esta tierra para sus familias y para rendirle culto a la Pachamama.

De vuelta en tierra firme, busqué un buen kiosco donde almorzar pero ya no encontré los ranchos de paja a los que estaba acostumbrado en Santa Marta, sino que me topé con pequeñas casas hechas de plástico y metal en las que, en cambio de una sierra con patacón, me dieron una excelente trucha endiablada; en lugar de un café, un mate de coca que ayudó bastante con el frío que congela los huesos cuando se esconde el sol.

El Titicaca es tal vez la única frontera sobre el agua que tiene Bolivia que,  pasando por la costa de la increíble ciudad de Copacabana, sirve para cruzar desde y hacia Perú. Quizá esta sea la única posesión de agua que tenga el país, es por esto que ha hecho de esta su pedazo de mar y de costa. Así es la vida costera del boliviano que, ante el arrebato del mar, ha encontrado uno sobre las montañas. Por eso vive tranquilo, porque tiene el Caribe en lo más alto de los Andes para que esta vez nadie se lo pueda quitar.

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