Margaret Thatcher: madre putativa del punk

tatcher punk

Por: Juan Camilo Herrera 

“I hate the army an’ I hate the R.A.F.
I don’t wanna go fighting in the tropical heat
I hate the civil service rules
And I won’t open letter bombs for you”
 

The Clash – “Career Opportunities”

  La nostalgia de lo que no se vivió es atrevida. Con la muerte de la Thatcher (y las inevitables referencias a las Malvinas) el tema del punk aparece como algo de lo que se tiene que hablar.  El punk, como todo, llegó tarde a Colombia.  Al imaginario popular se coló por Rodrigo D: No futuro, aunque ya había punk.  Es como si siempre hubiera estado.  Muchos de nosotros llegamos tarde y, aunque quisiéramos atribuirnos parte de esa historia, solo fuimos observadores.  Temíamos y admirábamos a los podridos que se paseaban por el centro de la ciudad vendiendo inciensos, poemas y nihilismo.  Ahora revive el tema y el lente del recuerdo distorsiona todo.  ¿Realmente existió una relación entre el punk y la Baronesa de Kesteven?

¡Claro que existe una relación entre el punk y Margaret Thatcher! ¡Obvio!  Shane Meadows nos regaló una visión de ese mundo distópico en This Is Britain (2006), de cómo el paisaje gris de Nottingham fue  una de muchas placas de Petri para movimientos subculturales e ideas de extrema derecha que fueron entrelazándose con el miedo a un mundo nuevo y el asco a un mapa corrompido y viejo.

damnedLo que resulta inapropiado es marcar 1979, el albor de la Era Thatcher, como el año en el que nace el punk.  Para comienzos de los 80, el movimiento ya estaba comenzando a morir a manos del New Wave  (el feliz sedimento pop e inocuo del punk), de MTV, las drogas y el desencanto general de quienes vieron traicionada su diminuta revolución cultural.  Para finales de los sesentas ya teníamos a Iggy Pop con sus Stooges y a los MC5.  En 1974, los Ramones se cansaron de la pretensión del rock y decidieron volver a las raíces. Ya había un Richard Hell cantándole a una generación (en blanco). Señores de nostalgias largas y referencias cortas: para 1976 ya había punk en el Reino Unido con The Damned (la primer banda nacida en el seno de esta cultura que publicó un EP y un álbum), con The Clash (que ya venía metiendo ideas anti-establecimiento) y con los Sex Pistols, la boy band infernal concebida por Malcolm McLaren y Vivienne Westwood que eran mucho ruido y poco fondo.

iggy pop

Hay una relación, pero no es una relación maternal.  Es un poco más complicado que eso.

Margaret Thatcher tenía una agenda claramente neoliberal en la que Estado e Industria eran uno.  Se privatizaron los servicios públicos y se preparó al país para un mercado libre en sincronía con las políticas de Reagan, esto derivó en el fortalecimiento de la presencia del Estado a través de la debilitación sistemática de los sindicatos y un aumento de la demanda a través de la austeridad institucional. El objetivo era dirigir los fondos hacia una mayor inversión en la empresa incipiente de los servicios y mantener a los bancos robustecidos a través de créditos inverosímiles. Como el chiste: no sólo era malo sino que, además, era poco. Añadan ustedes una pizca de moralina conservadora y victoriana, unos cuantos palmos de tela a las faldas y resten soldados en las Malvinas (de un bando y de otro) y ya pueden  hacerse una idea.

Al comienzo, el punk fue una respuesta a la pretensión, al esnobismo.  El terreno perdido a manos de los solos suntuosos y producciones masivas fue ganado a punta de tres acordes, de pogo, de actitud y rabia. Si gritar y estrangular guitarras era la única forma de volver al rock tal y como Chuck Berry lo trajo a nuestras vidas, pues se iba a pelear esa lucha fuera de los estadios, se iba a pelear en los bares, en las calles, en los garajes y garitos.  No eran los hermosos trinos de pájaros de suntuoso plumaje, eran los chillidos de ratas que sólo querían vivir hasta que ese barco se hundiera. Eran los herederos de un terreno baldío sobre el que forjaron una cultura con sus propias manos, con los retazos que el mundo iba dejando sueltos. Sin embargo, esta expresión incipiente comenzó a cobrar sentido cuando los sindicatos fueron mermados, los mineros murieron de hambre y los chicos tuvieron que salir del colegio a buscar empleo donde no lo había. Si el punk comenzó como una lucha contra la pretensión, ahora tenía que serlo contra aquellos que pretendían que el mundo fuera poco más que una gran fábrica.  Cuando no había cómo entretener al estómago vacío, cuando ya no había paredes para pintar ni piedras para patear, era momento de agarrar las guitarras, de rasgarse las vestiduras, afeitarse la cabeza (una parte, toda) y escindirse de la misma sociedad que había causado tanto problema en primer lugar.

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Del despelote general se fue pasando a agendas políticas mucho más polarizadas: mientras que el Oi! (el grito de batalla de la clase obrera británica) quería juntar a punks, skinheads y cuanto bicho juvenil hubiera suelto, el Frente Nacional Británico comenzaba a seducir a chicos asustados con sus premisas de guerra contra los inmigrantes (para ellos, culpables de todo).  El panorama político se había vuelto tan complejo que muchas bandas se refugiaron en sí mismos más allá de toda consigna, y así nace el post-punk.

Para entonces, el Reino Unido se estaba volviendo una colección de pueblos fantasmas, de industrias abandonadas y una desolación calcada de la II Guerra Mundial.  Toda una generación marchaba con rabia en las calles.  Rabia contra el Estado, rabia contra los inmigrantes, rabia contra las generaciones anteriores que habían arruinado todo, rabia contra el dinero, la monarquía y la frustración de ser jóvenes listos a morir entre engranajes, entre las piedras de las minas, en una lucha imbécil por una tierra árida (que sólo servía para la pesca, para engordar promesas de yacimientos petroleros y para justificar lo injustificable).  El Apartheid, el racismo, el respeto atávico a la monarquía, la cacería de sindicatos, las Malvinas… ¿quién iba a escuchar a esa generación (en blanco)?

Sí, Thatcher creó las condiciones que fraguaron y que, finalmente, mataron al punk.  En un mundo neoliberal, la rebelión se volvió afiches, carátulas de revistas, videoclips/promos y ropa que ya venía rota de fábrica.  Series como The Young Ones retrataban a los punkies como rebeldes descerebrados y patológicamente ignorantes, quemados por las drogas y el hambre.  En un mundo neoliberal, estas revoluciones eran inocuas, pero hubo un momento en esta historia en el que tanto la cara como el puñetazo que la recibe eran proyectiles, cuerpos que chocaban con la misma fuerza.  Fue una relación putativa en la que la Primer Ministra adoptó a un pueblo lleno de inconformes y estos heredaron casi  una década de preparación y ética DIY (Do It Yourself – “hazlo tú mismo”) para oponerse.  La batalla duró poco y, para algunos de nosotros, es un folclore triste que arrastramos en el corazón desde nuestros primeros hallazgos sobre lo injusto que puede llegar a ser el mundo.

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(Cuando comencé a escribir este artículo, creí que se podía establecer una relación directa entre el auge de la era thatcherista y el punk.  La historia me demostró que, lejos de ser una relación causa-efecto, fue una simbiosis bastante particular entre una situación sociopolítica y una forma de expresión madura.  Una vez una subcultura se vuelve parte del imaginario popular, comienza a morir de progeria, de una vejez prematura y acelerada.  Si no es mucho pedir, ruego que los editores de El Chorro no se atrevan  a poner fotos de los Sex Pistols.  Ellos fueron un producto prefabricado, digno de la época de la que surgieron.  Se agradecen fotos de Generation X, de los Buzzcocks o de los Damned. – JCH)

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