No fui al Estéreo Picnic y con los bolsillos amarrados puse unos cuantos pesos para ir a ver a Carla Morrison en el Teatro Mayor el martes pasado. La boleta del consuelo anunciaba el concierto de León Larregui, el vocalista de Zoé, con la mexicana como telonera. Pero yo iba a verla a ella, dispuesta a tener una sesión de masoquismo, de esas en las que la gente se intenta cortar las venas verticalmente con galletitas de animalitos, con todo lo mexicano que puede ser esa expresión. Estaba lista para una noche en las que se canta con el corazón desgarrado en una mano y en la otra se tiene un trago de tequila, muy en la onda del cliché mexicano y con aires de cantina.
Conocí a Carla Morrison en una conversación pasajera con un buen amigo que ambientaba su tusa del momento con canciones como “Déjame llorar” o “Eres tú”. Rápidamente entendí por qué es merecedora de tantos adeptos y de dos Grammys latinos que premian lo alternativo. Por un lado, está la voz profunda e intensa en la garganta de una joven extremadamente bella por el simple hecho de estar fuera de los estándares. Por otro, no hay duda que es heredera de la tradición manita, de las rancheras y de la voz entrecortada de “La Llorona” Chavela Vargas. De ahí un disco tan doloroso; de ahí que sea la compañera de despecho de muchos, con la confirmación de que Colombia sigue llorando al estilo mexicano, como lo hicieron generaciones pasadas que crecieron con el eco de la ranchera en el radio de pilas sonando desde el patio de ropas. Al menos, su presentación vino con la certeza de que hay nicho para su música, varios colombianos comparten sus lamentos, así sea momentáneamente.
Las luces moradas del escenario se encendieron dejándonos casi ciegos. Tuve que poner las manos en mi cara y con los ojos achinados la vi entrar en un vestido amarillo y tacos negros. La veía pequeña desde las últimas gradas del teatro. Parecía flotar sobre el escenario, moviéndose de un lado a otro, aunque nunca llegué a saber si estaba cómoda en su revoloteo. Lo hizo durante todo el concierto, sin quedarse quieta, y soltó sus primeras notas acompañada de una banda impecable. Un ukulele en manos diestras y sus trinos, dispusieron el ambiente de un público qué, de la manera más criolla, terminó de entrar al teatro cuando ella ya iba en la segunda canción. Vino la tercera o cuarta y Carla estaba sin tacones, descalza, riéndose alagada por algún grito desde arriba que le decía “mamasita”. Para ese momento mi boleta ya había sido pagada por haberla oído entonar una de las más bonitas de su repertorio: “Un pajarito del amor”.
El concierto fue tan conciso como contundente y todavía faltaba la parte de Larregui. Debo confesar que contrario a lo que creía, no derrame una sola lágrima. Quizás ese dolor nunca me perteneció del todo, aunque había querido compartirlo para luego dejarlo ir, tal como ella lo hacía. Pero estaba feliz. Tampoco pude cantar, porque igualar semejante vozarrón es una tarea imposible aún con su confesión de estar ronca y sus disculpas por las cuerdas maltratadas. Así que sin el tequila, el canto o el llanto, me dediqué a contemplarla y parecía un pajarito amarillo en una jaula morada.
Algo dijo sobre la vulnerabilidad y la importancia de actuar sin reparos porque la “vida es sólo una”. Algo mencionó también en defensa del matrimonio homosexual y el amor sin género. -¡Qué gente tan hippie!- pensé, pero qué bonito. Así, una a una se hilaron sus canciones para terminar en un cover de Aterciopelados que hacía gala de lo independiente. “Díganle a la Andrea Echeverri que es una chingona”, fue lo último que dijo y luego de otra canción y dar las gracias, voló fuera del escenario. Lo hicieron también cada uno de sus músicos, uno a uno y dejándonos con los aplausos en las manos y con las luces encendidas para el intermedio.
Quince minutos después volvíamos a nuestros asientos y nos enfrentábamos a lo que fue un alarido constante con la agudeza propia de las colegialas. Los novios de muchas parejas que habían estado acarameladamente abrazadas en la primera parte del concierto, ahora permanecían en sus asientos con los brazos cruzados, viendo a sus novias desgarrarse en gritos. En el escenario apareció este personaje que es León Larregui, escuálido y alto, con una cadencia suavizada al caminar y su bigote de charro mexicano bien puesto. Con él aparecieron una serie de músicos creyéndose a plenitud el papel de rockstars, confirmado por las gafas oscuras, la chaqueta blanca o el cigarrillo que uno de ellos encendió mientras tocaba.
De ahí en adelante no hubo un solo minuto de silencio y a pesar de la deficiencia del cantante mexicano al vocalizar, hubo un show difícil de catalogar. “Papasito”, “churro”, “guapo”, entre otros, le gritaron histéricas y él en su caminar medio andrógino no se inmuto por un segundo. Con seguridad, algunos espectadores salieron del lugar replanteando su look y pensando en el mostacho como posibilidad, pues está claro que León las vuelve locas y yo no sabía que su fanaticada fuera de tales magnitudes.
Al día siguiente, al sintonizar una emisora local, escuché cómo Alejandro Marín decía que Carla Morrison era la Adele mexicana, por su voz y temas de despecho, al tiempo que renegaba por la “lamentable” situación del mexicano al subirse borracho al Estéreo Picnic. Sonriendo pensé en lo planas que eran sus observaciones, sabiendo que los tendremos pronto de vuelta porque, sea como sea, ambos tienen impacto en el público colombiano y en personas que como yo, de tarde en tarde, se van de romanticonas.