Un oasis. Un desierto. Dunas y buggies andando por lo que, tan solo unos días atrás, había sido el recorrido del Rally Dakar. Mi novia y yo cayéndonos como deportistas poco diestros desde una tabla de sand board. Un oasis, uno de verdad, en el medio de la nada, y esto no es África; es Perú, es Huacachina en el sur de Lima, y nuestro viaje por tierras incas que continua con recuerdos inolvidables.
Quién se iba a imaginar que al dejar al Machu Pichu entre la niebla, después de un viaje de ocho horas, nos íbamos a estrellar con un paisaje de película. Claro está, y ya lo he dicho antes, este viaje nos ha enseñado a no esperar ni a planear nada porque, justamente, te puede poner un oasis al frente. Esta vez la sorpresa vino con la confirmación de que Hollywood no se equivoca, pues es tal como lo pintan: en la mitad de la nada, con montañas de arena delante y detrás tuyo, allá a lo lejos se ve un laguito con palmeras insignificantes que se ondean con el viento. La sed y los deseos de llegar al agua son constantes camino a esta privilegiada población.
Quizás la arena es un poco más rojiza. Precisamente, lo que las cámaras no nos han contado es que el desierto tiene el poder de cambiar con el sol. Es igual al mar, va cambiando de color conforme pasa el día y el atardecer lo acompaña en esa transformación. De pronto, ambos se cansan, y se pone tan oscuro que no hay otro color que el negro cuando el sol se ha ido.
Antes de que esto ocurra y mientras haya luz, todos los seres vivientes del lugar estarán cubriendo la cuota de deporte extremo que le hace falta a un desierto para ser todavía más exótico: Sand board o Rally en Buggies. Nosotros no íbamos a ser la excepción y decidimos apretar el presupuesto para pagar las atracciones. Debo confesar que terminamos comiendo arena, golpeados por las caídas, pero satisfechos con el paisaje y la aventura.
Nos despedimos de Huacachina dispuestos a montarnos en otro motorizado: al día siguiente, sin pensarlo, cambiamos los buggies por una avioneta que nos llevaría a sobrevolar las líneas de Nazca. ¡Líneas de extraterrestres trazadas sobre grandes campos de cultivo! ¡O lo que sea que sean! famosas de todas formas y añoradas por el turista. No le podíamos pedir más a Perú, pero tuvimos que disculparnos con nuestro bolsillo, afectado por nuestros gastos en entretenimiento. Valía la pena- pensamos- así tuviéramos que vivir de pan y agua en algún momento del paseo y pagamos por un tiempo de vuelo sobre esta ciudad desértica y árida.
A decir verdad lo primero que hicimos al llegar al lugar fue parar en una agencia de viajes y aseguramos los tiquetes. Minutos después pasábamos por un filtro de seguridad más pesado que el que sufre un latino entrando a Gringolandia; luego, volábamos. Un poco después estábamos encima de 13 enormes figuras que sabrá quién sabe quién cómo se hicieron. Todo un misterio puesto en dibujos de cientos de metros y mi felicidad al verlas con toda la incredulidad del caso.
El viaje fue increíble. Sin embargo como a buen gringo, -así decidieron llamarme en Bolivia por mi pinta de mono y piel color leche que no puede significar otra cosa que “turista a la vista” en esta tierra mestiza- el mareo y la presión supieron hacer de las suyas con mi estómago mientras estuvimos en el aire. Sobreviví y me baje de ese tiesto volador con una sonrisa –de gringo- en la cara. Toqué el piso con muchas preguntas también ante el asombro que pueden causar semejantes creaciones de tiempos remotos y el encontrar todo tipo de explicaciones sobrenaturales para que algo así pueda tener sentido.
Mi billetera sigue llorando y lo hará por un rato, pero permítanme darles un humilde consejo: más vale pasar anorexia por unas semanas que llegar a si quiera pensar en perderse estas experiencias. Perú me deja boquiabierto y lo recomiendo como el mejor de los destinos turísticos hasta el momento. Ya veremos si lo que viene puede al menos igualar la aparición de un oasis o a las apoteósicas líneas de extraterrestres. Ya saben, para el viajero todo es incierto.