Cotopaxi

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José Daniel anda mochiliando por Sur América y nos cuenta de su viaje

Si algo he podido aprender en este paseo, es que las mejores cosas de la vida suceden cuando no las planeamos. Antes de irnos de Quito unos muy buenos amigos nos ofrecieron llevarnos al Cotopaxi. Aunque teníamos planeado salir al día siguiente para allá y quedarnos algunas noches, ellos nos convencieron de que saliéramos con ellos y pasáramos la tarde en el volcán.

Y así fue, alrededor de las 7:30 a. m. estábamos listos al frente de uno de los tantos centros comerciales de Quito cerca de un parque, o al menos esas habían sido las instrucciones que nos dieron para encontrarnos, y salir rumbo al Cotopaxi. Como yo lo había dicho, las mejores cosas suceden cuando no las planeas, y alrededor de las 8:30, después de una hora de espera y ya cuando habíamos decidido irnos del punto de encuentro, apareció una de nuestras amigas con uno de los guayabos o chuchaquis (como le dicen aquí en Ecuador) más grandes de su vida gritándonos que no nos fuéramos, que ya había llegado para llevarnos al Cotopaxi.

En ese momento empezó una de las experiencias más increíbles de mi viaje a Ecuador. Después de recoger a otros de nuestros amigos ya estábamos listos para salir con rumbo al volcán. Hicimos algunas paradas de rigor en el camino, primero paramos por algo de comer y después nos tomamos un café frente al tren turístico de Ecuador. Habiendo pasado esto, era hora de nuestro destino final. El paisaje era increíble: una llanura inmensa en las que sobresalían las montañas al fondo y en toda la mitad se erigía imponente el Cotoopaxi.

A medida que subíamos, se podía apreciar lo grande que era el volcán. El frío y la altura empezaban a afectarnos a todos. Debo reconocer que en el momento en que llegamos a la primera estación sentía un poco de mareo. De ahí en adelante debíamos continuar caminando hasta el segundo punto en la montaña. Ya habíamos subido un poco más de tres mil metros en carro y nos quedaba un recorrido de 300 metros a pie para llegar a una pequeña cabaña que servía como campamento para los que querían llegar a la cima.

Creo que esos fueron los trecientos metros más complicados de mi vida. El camino era empinado, el frío inclemente y por cada paso que daba me deslizaba dos. Pero llegar a la cima se había vuelto un reto y no podíamos aceptar que, después de ese viaje, no pudiéramos llegar al campamento. Aunque nos tomó un poco más de una hora y varias paradas por el camino para recuperar el aliento, finalmente logramos llegar y tocar el hielo que daba la bienvenida a la montaña.

Después de disfrutar nuestro logro por algunos minutos, ya era hora de bajar y lo que hicimos en una hora de subida solo nos tomó quince minutos de bajada, aunque no lo notamos porque la neblina de la montaña no nos permitía ver más allá de dos metros. Así que después de unos cuantos minutos bajando, apareció el carro en el que habíamos llegado hasta la falda de la montaña.

Para cerrar nuestra visita a Quito y sus alrededores, nuestros amigos nos llevaron a un pueblo llamado Ambato, donde nos invitaron a comer un plato típico llamado chugchucara que tenía maíz, cerdo, papá y unas empanadas dulces increíbles.

Ya cuando nos íbamos a ir, uno de ellos mencionó un lugar llamado Baños que nos recomendó especialmente y al que, según ella, no podíamos dejar de ir si estábamos en Ecuador. Así que siguiendo nuestra política de improvisación, decidimos tomar un bus en Ambato que nos llevará directamente a Baños para ver qué es eso tan especial que tiene la ciudad.

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